lunes, 20 de julio de 2009

La noche que nunca debió llegar, y donde debió terminar todo

El portazo no sonó como un signo de interrogación, ni de exclamación, ni como unos puntos suspensivos. Sonó a punto final. Sonó a roto. No se exactamente que parte dentro de mí se rompió, pero ya no era igual. Todo y nada había cambiado.

Recuerdo las lágrimas, calientes, saladas. El mundo se resbalaba, líquido ante mis ojos, mientras un ruido ensordecedor inundaba el coche, un rugido surgido de las más profundas entrañas. Entonces ella apareció, como un ángel, de la nada. Todo se detuvo un momento. Todo el sufrimiento, el dolor, se desvanecieron de pronto. Sus ojos me deslumbraron y me dejaron paralizado. Pero cometí el error de parpadear y al instante siguiente ya no estaba ahí. ¿Quizás lo había soñado?

De vez en cuando notaba un pinchazo de dolor en el pecho, pero no lo supe identificar. La noche seguía cerrándose, cada vez más oscura, cada vez más negra. Cuando llegué a casa, me tumbé en la cama. Había dado el paso que creía correcto. Pero aún así, me sentía mal. No pude averiguar por qué, pero me obligué a mi mismo a no pasarlo mal. Creía que no me lo merecía. Y entonces, en ese momento exacto, la oscuridad me engulló. Sólo que no me dí cuenta en ese momento, y seguí adelante. Craso error. Fui tan iluso que pensé que había acabado, pero aún me quedaba una lección por aprender. La más dura.

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