El día que morí por dentro

Llueve. Salgo a la calle y me monto en el coche. Las gotas golpean con violencia el parabrisas, y apenas puedo ver lo que tengo delante. Llueve fuera. Llueve dentro del coche. La rabia y la impotencia pelean con un sentimiento de incredulidad por salir a flote.

Recuerdo con perfecta nitidez la pesadilla de anoche. Cómo se me venía el mundo encima, cómo me asomaba al abismo con ganas de saltar, la sensación de que algo o alguien me ataba de pies y manos mientras veía como un muñeco actuaba por mí. La impotencia de ver cómo la asesinaban. Es curioso, porque no he dormido nada.

Cuando odias a alguien, es relativamente fácil evitarlo. Pero, ¿qué pasa cuando a quien odias es a ti mismo? No puedes escapar de una cárcel que tu mismo has construido, en la cual has ido colocando uno a uno los barrotes hasta no poder salir. Ya no hay vuelta atrás. Fin de la partida.

Ella dijo que había sido como una escena de la típica película romántica donde el chico la caga, pero tu sabes que esta vez no va a haber final feliz. La película no acabará con los dos protagonistas dándose la mano mientras se encaminan hacia el horizonte bajo la puesta de sol. Esta película acaba en una fría habitación oscura, ahogándote en tus propias lágrimas. Quien sabe si con droga, alcohol o vómitos por el suelo. Qué más da. Nada de eso importa ahora.